Cuenta la historia… El doctor Luís G. de la Torre (Sinaloa de Leyva)

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Por: Juan Manuel Veliz Fonseca

La casa donde vivió y murió el doctor Luís Gonzaga de la Torre Tovar.

El antiguo propietario de esta finca, ubica por la calle Benito Juárez # 167, fue Juan C. Zevada. Al casarse su hija Guadalupe Zevada Alcalde, con el doctor de la Torre, se la obsequió como regalo de bodas. Más adelante ella se la hereda a su sobrina de nombre María Luisa Zárate de Velásquez. Esta última la vende al licenciado José G. Heredia (8 de agosto de1939). Al morir éste, todos sus bienes pasan a formar parte del patrimonio del teniente coronel ingeniero Enrique Cacho Ruiz.

A petición verbal del presidente municipal profesor Daniel Gámez Enríquez, y con intervención de don Juan Sandoval Peña, ahijado del licenciado José G. Heredia, lo convencen y “presta la casa” con fines educativos para que, desde 1960, albergara hasta 1968, lo que hoy es la escuela secundaria federal “Profesor Luís Abad Montes de Oca” (ya cuenta con edificio propio).

La vieja casona siguió prestada con fines educativos y en 1970, albergó la escuela preparatoria incorporada a la UAS, cuyo nombre, en agradecimiento: Fue “Licenciado José G. Heredia”. En 1976-1980 se incorporó a las preparatorias federales y después, 1981, se incorporó al sistema Cobaes, que para ese mismo año ya contaba con edificio propio.

En 1981, siendo presidente municipal el licenciado Juan Antonio Guerrero Quintero, es “expropiada” (la pongo entre comillas por desconocer el decreto), para que en esta vetusta e histórica finca se establezca la casa de la Cultura Municipal. Su primer director fue el profesor Raúl Baro Santos.

El doctor Luís G. de la Torre Tovar era originario del estado de Durango, donde nació el 6 de mayo de 1861. Sus padres fueron Luís de la Torre y doña María de Jesús Tovar. En el año de 1879, se trasladó a la Ciudad de México para estudiar en la Escuela Nacional de Medicina y el 6 de julio de 1886 presentó examen profesional para obtener el título de médico internista. Procedente de su estado llegó a la villa de Sinaloa, cabecera del distrito del mismo nombre, el 15 de agosto de 1887, trae la encomienda de combatir una epidemia de viruela que azotaba al centro minero de San José de Gracia. Por su eficacia como médico fue llamado a combatir un brote de peste bubónica en la hacienda “La Constancia”, del distrito de El Fuerte; luego es contratado por las empresas mineras que trabajaban en el distrito de Sinaloa como la Anglo-Mexicana Company, La Pirámide y La Purísima, ubicadas en San José de Gracia.

El 6 de noviembre de 1889, contrae matrimonio con Guadalupe Zevada Alcalde, hija de don Juan C. Zevada y Guadalupe Alcalde, originarios de la villa de Sinaloa, la cual sería su compañera hasta el último día de su vida.

El doctor de la Torre era muy original por sus ideas, sus manías, su desaliño personal y su carácter distraído. Pero tenía algo muy importante: su don de gente.

Fue una eminencia como médico internista. Su ojo clínico para observar y diagnosticar era infalible.

Fue llamado por prestigiados médicos de la Ciudad de México y de Guadalajara, con propuestas para que se hiciera cargo de una clínica únicamente de diagnósticos, en la capital del país, dichas propuestas, se dice, eran muy atractivas, pero nunca aceptó.

Entabló gran amistad con el médico, político y poeta jalisciense Enrique González Martínez, con quien tenía jugadas de baraja, de ajedrez y lecturas de poesía que duraban hasta horas de la madrugada. Incluso el doctor de la Torre, en septiembre de 1906, publicó un libro de poesías en los talleres gráficos del periódico “Voz del Norte”, con domicilio en Mocorito, propiedad de don José Sabás de la Mora.

El 20 de septiembre de 1913, el doctor de la Torre sufre la muerte de su hija adolescente de nombre María Luisa, por una apendicitis aguda. Por ese tiempo la enfermedad era mortal y el doctor no pudo salvarla. Fue sepultada en el panteón municipal.

En el consultorio del Dr. de la Torre, se dio un hecho trágico, que terminó con la muerte del coronel Elías Mascareño Castro. Resulta que el militar en mención había acudido, acompañando a su novia la señorita Rosita Ahumada, bella dama angusturense, unos dicen que venían a sacar su certificado médico para casarse; otros que se encontraba enferma; total que Mascareño fue sacado con engaños del consultorio, por el también militar capitán Narciso Gámez Figueroa, argumentando que le hablaba el prefecto del distrito el coronel Narciso Gámez Cerecer y sin medir proceso alguno lo fusiló a un costado de la cárcel pública municipal. Por su muerte se corrieron varias conjeturas una que entre ellos hubo diferencias militares, otra más realista fue su aspiración a la gubernatura de Sinaloa.

Era un 07 de junio de 1915, a las 10:15 horas, así lo específica, el acta de defunción expedida por Felipe B. Valdez, oficial del registro civil, compareció el capitán 1° Manuel Montoya: nombre, Elías Mascareño; originario: Angustura; edad 28 años, estado civil: soltero; nombre de sus padres, Rudesindo R. Mascareño y de la señora Virginia Castro: testigos Sabas Inzunza y Domingo G. Gálvez.

Por defender esta muerte injusta también fue fusilado el capitán Eleno Escobar Urquídez, hijo de Matías Escobar y Petra Urquídez, ambos fueron sepultados en el panteón municipal, en tumbas casi desaparecidas. Cuando el doctor de la Torre quiso intervenir ya era demasiado tarde.

El Dr. de la Torre en la política.

El 2 de noviembre de 1919 el doctor de la Torre fue electo segundo regidor propietario, llevando como suplente al farmacéutico Juan B. Ordorica; formaron parte de la planilla encabezada por Pedro Gámez, electo presidente municipal.

Anecdotario del Dr. de la Torre

Del doctor se comentan varias anécdotas, he aquí algunas de ellas:

La calabaza con leche.

Un día llegó a su consultorio un matrimonio muy preocupado por su hija enferma quien contaba escasos veinte años. Era una señorita de exuberantes formas y de exquisita belleza.

“Doctor—dijo la madre con el semblante angustiado—aquí le traemos a nuestra hija; desde hace algunos días no quiere comer y se la lleva vomite y vomite y con fuertes mareos”.

El doctor, con sólo observarla detenidamente, les preguntó: ¿y que comió la señorita?

“Sólo calabaza con leche”, respondieron sus padres. Antes de emitir su certero diagnóstico el doctor hizo su última reflexión acompañándola con su sello característico e inconfundible, “Hhm, Hhm, Hhm…” emitía un sonido seco como aclarando internamente la voz, a la vez que tronaba suavemente sus dedos como afirmando la invariable conclusión que expresaba, y dijo muy seguro de sí: “La calabaza ya salió la leche saldrá en 7 meses”.

Y en verdad, ya no había ninguna duda: la bella y graciosa joven desde hacía dos meses estaba embarazada.

Si no te curas te chingas.

Un día el doctor fue a un rancho en visita domiciliaria encontrándose con un enfermo que no tenía ceja y al verlo le preguntó: ¿Qué te pasa a ti, muchacho?, y el muchacho le contestó: “Nada, doctor, es que al pasar me quemé con una cachimba”, a lo que el médico repuso, “Pues si no te curas te chingas”.

En Texas lo confundieron con un loco.

En cierta ocasión viajó a San Antonio, Texas, a visitar al doctor Ruth, quien tenía una clínica muy famosa. Llegó el doctor de la Torre con su pelo colorado, todo lagañoso, escupiendo donde se le daba la gana; la enfermera iba y ponía la escupidera y él la pateaba, haciéndola a un lado, por lo que la enfermera acudió a informar al doctor Ruth, lo que sucedía, diciéndole: “Doctor ahí está un loco”.

“¿Cómo que está un loco?”, le contestó “Si doctor, pues le pongo la escupidera y él la patea y escupe donde le da la gana y trae una humareda que yo creo anda fumando mariguana”. Salió el doctor y, al verlo, lo abraza y le dice. ¿“Qué pasó mi maestro? Qué gran honor su visita”.

Claro que después de este acontecimiento, las mortificadas enfermeras no hallaban donde meterse porque habían regañado al destacado galeno.

Un gran masturbador.

De un poblado vecino a Sinaloa acudió en busca del doctor un ranchero, con su hijo, un adolescente de semblante demacrado y ojos hundidos. El médico examinó al paciente, le abrió el párpado de un ojo valiéndose del índice y del pulgar; pasó enseguida el facultativo frente al mismo sujeto y, con su mugido y martillar de dedos, al fin prescribió: “amárrenle las manos y no lo dejen ir al monte sólo”.

Ya habrá adivinado el apreciado lector la enfermedad de aquel jovencito, que había hecho de la masturbación un deporte continuo. Se trataba pues de un émulo de Onán, el de la Biblia.

¡Háganle la caja!

Cierto día el doctor jugaba ajedrez con el conocido vecino de la calle Juárez don Maximiano Rojo, con quien llevaba una gran amistad, lo que no obstaba para que, por cualquier jugada o pretexto, los llevara a sostener acalorados alegatos, alarmando en ocasiones al vecindario.

Una tarde de esas en que como de costumbre, alegaban por una jugada, llegó hasta ellos un individuo que, dirigiéndose al doctor, le dijo: “doctor, ¿qué le hago a la enfermita que vio esta mañana en El Pueblito? A lo que el interpelado contestó: “¡Háganle la caja!, ¡jum!” Volvió a tronar los dedos y una vez más ¡jum!, repitiendo: “¡Háganle la caja!” La enferma murió esa tarde.

No sé qué tiene esa casa de Miguel Tarriba

Despreocupado en grado sumo de todo aquello que no fuera en bien del prójimo, asistía diariamente, a la hora de tomar la copa, a la casa del conocido minero de la villa de Sinaloa don Miguel Tarriba, y ahí discutía largo y bonito con los demás contertulios. Cada copa que se le servía era invariablemente rechazada por él; no obstante, se le dejaba servida frente a su asiento. Cuando más acalorada estaba la discusión maquinalmente cogía la copa, se la bebía y seguía alegando, y así sucesivamente.

Una vez más, terminada la reunión se alejaba el doctor calle abajo y entregado al soliloquio, entre el tronar de sus dedos y sus mugidos, para sí mismo se decía: ¿Qué tendrá la casa de Miguel Tarriba, que, aunque no tome me emborracho?

¡A morir al monte!

Muchas veces el doctor De la Torre combatió ese terrible mal llamado tuberculosis cuyo mejor remedio era mandar a los enfermos a la vecina Sierra Madre Occidental, específicamente Surutato, donde morían o volvían en peor estado.

Apesadumbrado el doctor se declaraba vencido y, en lo sucesivo, cuando nuevos casos se le presentaban, en forma cruda y lacónica decía a sus pacientes: “¡A morir al monte!”, ¡jum!, ¡jum!, tronando los dedos como lo hacía siempre.

¡Vayan llorando!

Cierta vez fue llamado a un poblado para atender a un enfermo de cierta representación social y muy querido por las gentes del lugar. Con este motivo, todo el mundo se congregó a la llegada del Doctor de la Torre, para informarle de la gravedad del caso, y cuando ya lo había reconocido, casi todos en corto le preguntaron por el estado del enfermo.

Tronando los dedos y no queriendo darles la noticia de sopetón les dijo:

¡Vayan llorando!

Ya se imaginará el lector cómo les caería el diagnóstico fatal de tan celebre médico.

En Rochester no hacen corazones.

En Estación Bamoa, se encontraba el señor Baltazar Castro, esperando el tren que lo condujera a Estados Unidos, para ponerse en manos de mejores facultativos, porque su salud estaba enteramente quebrantada.

Por casualidad llega el doctor de la Torre a dicho lugar, e inmediatamente el enfermo le consulta su caso, así como uno de los familiares; cuando ya estaba a solas con el médico, el enfermo le pregunta al doctor si sería conveniente el viaje a Los Ángeles.

El eminente médico le contesta: “en Los Ángeles no hacen corazones” …Pocas horas después, antes de que el tren llegara, aquel hombre, víctima de un sincope, había muerto.

Cada región tiene para cada mal su remedio.

Cierta vez, en que el doctor de la Torre viajaba por la sierra de Durango, donde como se sabe, existen alacranes tan ponzoñosos, que generalmente, si no se atiende a tiempo, su picadura es mortal. Pues bien, el destacado médico, fue víctima de uno de estos animales, por lo que inmediatamente mando llamar a un curandero para que por medio de sus yerbas lo salvara.

Interrogado después sobre el hecho de que, siendo el médico, se había puesto en manos de aquel hombre contesto: “La práctica es la madre de la ciencia y la naturaleza tan sabia, que en cada región tiene para cada mal, su remedio”.

¿Te vas?, Lupa, ¿te vas?

Esto sucedió en la época de la revolución, y era difícil vivir fuera de los poblados por falta de garantías. Cierto día la familia del doctor de la Torre decidió pasar una temporada en su rancho, a lo que el doctor se opuso terminantemente.

Pero un día que el doctor no se encontraba en casa, determinaron cargar los tiliches y salir antes de que volviera. En eso estaban cuando llegó el doctor quien con mucha calma se acercó a la señora diciéndole: ¿Te vas?, Lupa, ¿te vas? La interpelada no contestó, sino más bien apuró a quienes ayudaban a cargar los enceres.

El doctor volvió a preguntar lo mismo varias veces sin obtener ni una sola palabra como respuesta.

Por fin, ya cargado todo lo necesario para la estancia de la familia en el rancho, se deciden a partir, y parten. Entonces el doctor en un ataque de nervios de los que era víctima, en ocasiones, exclama: ¡Loca la madre! ¡Locos los hijos! Y el padre también ¡hum, hum, hum!

El doctor era muy acertado en sus diagnósticos.

Una señora fue a consultar cierto día al doctor de la Torre, quien le diagnosticó una apendicitis, por lo que la enferma se trasladó, a San Francisco, con el objeto de operarse; pero los médicos de aquella ciudad insistieron que no se trataba de ese mal, sino de otro incurable, haciéndola gastar algún dinero.

Cuando regreso: el doctor de la Torre la envió a México para que la atendiera el doctor Ulises Valdés, conforme a su diagnóstico, quien quedó asombrado de los profundos conocimientos del inolvidable facultativo, que destacó por sus acertados diagnósticos.

La aludida señora fue operada, y actualmente se halla enteramente sana, a pasar que algunas eminencias la habían desahuciado.

¡Han llegado los héroes de la Laguna del Piojo!

Serían las 12, de una noche tempestuosa en que llovía a cantaros y no se veía para cuando se calmara, cuando se tuvo noticia de que el doctor de la Torre se encontraba atascado con todo y auto en una laguna que existe en las inmediaciones de la población de Sinaloa.

El que esto escribe, (José G. Rojo) acompañado de un amigo, salimos a dar auxilio inmediato al que se encontraba en aquellas condiciones, verdaderamente daba lástima verlo en medio de aquel cenagal, lanzando denuestos a voz en cuello, asediado por afinidad de zancudos y empapado hasta los huesos.

Tan pronto como el doctor se dio cuenta que íbamos en su ayuda, cambió completamente de temperamento y lleno de júbilo y dando unos gritos despavoridos, nos decía: ¡Ha llegado el salvamento! ¡Han llegado los héroes de la Laguna del Piojo! Tal es el nombre que lleva la laguna en referencia.

Por mucho tiempo el doctor recordó aquel percance que, según él, era de los más grandes que habían sucedido en su vida.

Los árboles no tienen menstruación.

Cierta vez, un contratista en el corte de durmientes de Ferrocarril Sud Pacífico de México, formuló un telegrama para la compañía consultándole si seguía cortando a pesar de encontrarse en época de luna nueva.

El doctor de la Torre que se dio cuenta del telegrama y como no creía en esto de la luna, con burla fina, le dijo, acompañando un pujido a cada palabra y un tronido de dedos: yo no creía ¡hum! Que los árboles ¡hum! Tuvieran Menstruación ¡hum!

¡Qué bárbaros los revoltosos!

Si bien es cierto que el doctor era de filiación revolucionaria cien por ciento, ello no le impedía que muy caritativamente atendiera heridos en el hospital militar pertenecientes a la tropa federal, objetivo principal de los revolucionarios. En el ataque a la plaza, estos últimos habían experimentado muy fuertes reveses, pero al fin pudieron tomarla mediante una poderosa columna, tras reñido y sangriento combate. Cuentan que al apoderarse de la plaza los revolucionarios, con sed inaudita de venganza, cometieron actos muy crueles y sangrientos, llegando al extremo de rematar y quemar a los enemigos heridos del hospital. De ellos únicamente se salvó un corneta de dieciséis años de edad, a quien el doctor de la Torre sacó del hospital llevándolo a su propia casa, único domicilio que respetó la furia revolucionaria y donde se liberaron de la vejación conocidas familias de la villa de Sinaloa, catalogadas como “enemigas de la revolución”.

En su acto humanitario por salvar vidas después de aquello, el doctor volvió al hospital, donde encontró el cuadro rojo de la carnicería, por lo cual montó en justa indignación. Incontinente se dio a la búsqueda de los jefes, encontrándose con el general Benjamín Hill, a quien se enfrentó y le dijo sin ningún preámbulo:

“¡Qué bárbaros, qué brutos los revoltosos!” Mugió, martilló sus dedos, no dijo más y se alejó en medio de la soldadesca enfurecida: “¡Qué bárbaros los revoltosos!, ¡jum!”

¡A cepillar tablas de pino!

En aquellos tiempos no había laboratorios y el doctor de la Torre se las ingeniaba para dar sus diagnósticos. Para confirmar esto, leamos la siguiente anécdota:

Un día llegó un paciente quejándose de la pérdida de peso y otros malestares. Lo llevó al patio y le ordenó: “¡Orine ahí!”. El hombre orinó, y al rato llegaron las hormigas. Su ojo clínico diagnosticó sin dudar: Diabetes.

Sus familiares, angustiados por la gravedad de su ser querido, le preguntaron: “doctor ¿qué hacemos?” Sin inmutarse, con el canutero de la pluma, golpeando la superficie de su viejo escritorio de madera con visibles señales de apolillamiento, les contestó hosco y mirándolos de frente: “¡Nada hay qué hacer, sólo cepillar tablas de pino!”.

¿Quién cierra la puerta?

Por allá en la época de la Revolución, en que todos los llamados “caciques” que eran, como es de suponerse, las personas más prominentes de la villa de Sinaloa, se hallaban fuera del Estado, el presidente municipal, que según dicen era un individuo de no muy limpios antecedentes, le dijo al doctor de la Torre que iba encerrar a todos los sinvergüenzas roba vacas. La respuesta fue contundente por parte del doctor, que con su mugido peculiar y su tronar de dedos: le espetó “¿Y quién va a cerrar la puerta?”

¡En la agricultura las matemáticas engañan!

Con la vehemencia que lo caracterizaba, en una ocasión el doctor se dedicó a hacer en su hacienda de “La Máquina” una siembra de garbanzo, cultivo que entonces estaba de moda.

Cuando ya las plantas tenían su primera carga ordenó a su nietecito El Pachi, que siempre lo acompañaba, le vendara los ojos y lo llevara al centro del garbanzal. Una vez en ese punto, al azar arrancó una mata, se quitó la venda y conto las bolsas del fruto ya formado. Enseguida planteó el problema cuya resolución le daría a reconocer el rendimiento que de su labor iba a obtener, y razonó:

“Una mata tiene tantos gramos con tal peso, un surco tiene tantas matas y una hectárea tantos surcos. Por consiguiente, el total de la primera carga era exactamente tantos kilogramos; y como el garbanzo da tres cargas, descontando un veinte por ciento, por imprevistos, resultaba una producción de cuatro toneladas por hectárea”.

Su entusiasmo creció entonces hasta lo envidiable y para confirmar su cálculo esperó a que el garbanzo estuviera más desarrollado, e invitó al conocido garbancero de la hacienda El Cubilete, don Blas Valenzuela, a visitar la siembra y calcular la cosecha. Don Blas atendió la invitación y, como agricultor y conocedor del negocio, calculó un rendimiento de 400 a 500 kilogramos por hectárea. Al oír a don Blas, el doctor lanzó una larga y sonora carcajada, y tras de mugir ¡jum!, ¡jum! y tronar los dedos una y otra vez, dijo:

“Estás, loco Blas, te hiciste viejo sembrando garbanzo y no sabes calcularlo. Los números no mienten y te apuesto doble contra sencillo, que mi cosecha no baja de tres toneladas por hectárea”.

Don Blas sonrió, no aceptó la apuesta y se limitó a decirle sentenciosamente al doctor: “Nos veremos cuando levante los patios”. Se llegaron las pizcas y el pronóstico de don Blas resultó aproximado. Y cuando el doctor conoció la realidad de la cosecha, dijo: “Ganaste, Blas”, y dirigiéndose enseguida a su nieto también le dijo: “No siembres garbanzo, Pachi, porque en la agricultura las matemáticas engañan”.

¡Córtese el bigote!

Llegó un día un vecino de la villa de Sinaloa, a que lo auscultara. Con voz angustiada le dice: “doctor, alívieme, por favor, he visitado los mejores doctores por un fuerte dolor en el estómago y ninguno me ha aliviado”.

Tronó los dedos y carraspeó con su muy característico ¡Hhm, Hhm, Hhm!. Después de revisarlo, el doctor se quedó pensativo, y observando fijamente la cara del paciente, le dijo: “para poderse aliviar necesita tomar estas gotas por la mañana y por la tarde ¡Y córtese el bigote! El paciente le contestó: “Pero ¿cómo, doctor, me voy a cortar mi bigote?” Y volvió a la carga con otra interrogante: “¿Qué tiene que ver mi bigote con mi estomago? En aquellos tiempos el bigote representaba una verdadera personalidad de macho y cortárselo era una ofensa muy grande. Luego le replica el doctor de la Torre: “Si usted de verdad se quiere aliviar siga mis indicaciones y tómese la medicina que le estoy recetando y vengase la próxima semana, sin falta”.

Por fin llegó el día de la cita y el paciente acudió al doctor, ya no con la cara de angustia de la semana anterior, eso sí, había hecho caso a la indicación del médico rasurándose el bigote.

Con semblante alegre le preguntó el doctor. “¿Cómo le fue, veo que ya se siente aliviado?”, el paciente le contestó: “¿cómo le hizo, doctor, que ya no me duele el estómago? Y todo indica que estoy sanado, no importa que ya no tenga bigote”.

Tronó los dedos y Hhm, Hhm, Hhm, y le dijo seguro de sí mismo: “Era la tinta, era la tinta, que usted usaba para el bigote, que al lambérsela y mezclada con el sudor se le iba al estómago y eso le causaba los fuertes cólicos que tanto lo hicieron sufrir”.

El busto en honor al reconocido doctor en el pueblo colonial de Sinaloa de Leyva.

¡Los palomitas de la tía Jacinta!

Tan famosa era en la comarca la tía Jacinta, ranchera rica en ganado, que sus dos hijos, hábiles vaqueros consagrados al abigeato, habían aumentado el número de cabezas. Por su color blanco pálido, así como por su hipócrita mansedumbre, dieron los comarcanos en llamar a esos sujetos “Los palomitas de la tía Jacinta”.

Por contrarios procederes se distinguieron de Los palomitas los apodados Los Gavilanes, quienes en forma escandalosa y cínica robaban y cometían toda clase de fechorías, jinetes en sus buenos caballos y amparados por los barrancos del terreno.

Preocupado el prefecto del distrito por aquellos desmanes, delitos que en la época se consideraban como de los más graves y que la temible acordada de Herrera y Cairo era incompetente para reprimir, en conversación con el doctor de la Torre le dijo que, apelando a medios diplomáticos, había citado a los abigeos valiéndose del conducto de amigos y compadres de los propios delincuentes; pero, les dijo, únicamente comparecieron Los Palomitas, con su característica mansedumbre y atenciones, y en cambio no lo hicieron Los Gavilanes, quienes se habían mostrado rebeldes a un entendimiento. Y a la vez el prefecto del distrito, Feliciano Rojo, le consultaba al doctor acerca del procedimiento que se debería emplear para someter a estos últimos.

Al terminar de escuchar la pregunta prorrumpió el doctor en aquella sonora carcajada que iluminaba su genio. Mugió y sonó los dedos repetidamente y en forma sabia contestó aconsejando:

“Arme a Los Palomitas de tía Jacinta para que cacen Gavilanes”. El prefecto Feliciano Rojo siguió el consejo recibido y poco tiempo después se vio que Los Palomitas de tía Jacinta dieron buena cuenta de los famosos Gavilanes.

¡Que se me caiga el liacho por completo, pero sálveme la vida!

De la revista Crónicas de Zuaque # 197 en febrero de 2008, a cargo de Humberto Ruiz Sánchez, encontré esta anécdota con el título El doctor de la Torre en Chinobampo, la cual pinta de cuerpo entero la capacidad de nuestro citado personaje:

Por el año 1908, en Chinobampo, municipio de El Fuerte, vivía un personaje llamado Francisco Guerrero Bengoechea, era un hombre de aproximadamente 35 años y tenía ya, muchos días enfermo de fiebre intestinal que deterioraba, día con día, notoriamente su salud. Había acudido con las curanderas del pueblo y con todo aquel que los vecinos y amigos le recomendaban en busca de alivio a su penosa enfermedad, incluso ya el doctor Alfredo Denk, se había dado por vencido, después de tratarlo por varios días, hasta el grado de diagnosticar que ya no tenía remedio.

En ese trance se encontraba don Francisco, sin comer, deshidratado y por consiguiente como se dice en los ranchos, ‘en los puros huesos’ cuando llegó providencialmente a El Fuerte el célebre doctor Luis G. de la Torre, quien al enterarse de la situación de don Francisco, se trasladó a Chinobampo, encontrándolo en un estado desalentador. No obstante, puso manos a la obra.

Revisó al paciente detenidamente y luego le dijo: “Te voy a dar un fuerte tratamiento a base de yoduro. No es muy recomendable, se te van a caer los dientes más delante, pero no queda de otra. ¿Qué te parece?” con voz lastimera, aquel pobre hombre, deseoso de recuperar la salud perdida, le contestó: “¡Que se me caiga el liacho completo, pero sálveme doctor, sálveme doctor, estoy muy joven!”

Tres días con sus noches pasó el doctor de la Torre junto al enfermo, suministrándole el delicado medicamento con exactitud rigurosa.

Al amanecer del cuarto día don Francisco dio señales de mejoría. El doctor de la Torre suspiró satisfecho ¡Se había salvado!

“¡Ahora sí!”, exclamó don Pancho, “desde este momento que se me caigan si quieren”.

Pues sí se le cayeron los dientes a don Francisco, pero hasta diez años después.

Esto habla de la exacta y efectiva dosificación aplicada.

Lo otro, a lo que se refirió en broma don Pancho, eso no sufrió menoscabo alguno pues procreó varios hijos. Don Francisco Guerrero Bengoechea murió años después, en 1940.

Está de más decirles que vivió eternamente agradecido del legendario y célebre médico conocido en todo el norte de Sinaloa. En Guasave una calle perpetúa su memoria, parece que por ahí también existe un busto. Eso y más merece tan eminente y servicial personaje.

El doctor de la Torre es Cora.

Un día salió el doctor de la Torre al pueblo de Santiago de Ocoroni a consultar a don Lucas Bojórquez que se encontraba enfermo. Siempre lo hacía en su carro que era conducido por su chofer Fernando Sánchez y jalado por dos bonitos caballos que habían sido criados por Rafael Sánchez, ellos eran de familias originarias de Baburía.

A su regreso de Santiago de Ocoroni, antes de llegar al arroyo del mismo nombre, una pareja le pide un ‘aventón’ a la villa de Sinaloa. Por el camino decide hacer una necesidad fisiológica, su chofer hace un alto y el doctor se mete al monte. Su chofer que era muy ‘llevado’, se desespera y le grita al doctor: “¡Apúrate Cora, ya es tarde, Cora!” Al rato sale el doctor con su pantalón fajado y sube al carro.

En el camino uno de sus acompañantes le pregunta al doctor: “Oiga ¿qué quiere decir Cora?”, el doctor le contesta de manera franca y directa, “¡Porque tengo arremangado el cuero de mi monda!”.

El chico zapote en casa del doctor de la Torre.

El cronista vitalicio de la ciudad José Ángel Gómez Mora hace la siguiente referencia:

En 1895 el doctor de la Torre plantó un árbol de chicozapote, único en la región, en el patio justamente donde hacen escuadra los arcos tipo colonial de su casa. Dicho árbol fue traído de sus visitas, que cómo médico hacía a la familia Redo, en Eldorado, hoy municipio de Culiacán (Entonces era distrito), y hasta la fecha sigue dando fruta deliciosa.

Enrique González Martínez le llamó Un loco iluminado.

Escribió el poeta y político Enrique González Martínez “El Hombre del Búho”, después de la muerte de su colega, un apunte exacto: “Yo conocí al doctor de la Torre, él tenía un verrrugón en la frente, de lo que se la golpeaba. Cuando se le alborotaban las ideas su aspecto era la de un loco iluminado, pero cuando se desenvolvía cerca de un enfermo se transformaba, no había nada oculto para él, en la medicina”.

Reconocimiento del doctor Aureliano Urrutia.

El doctor Aureliano Urrutia, famoso por haber sido el médico de cabecera que incluso dio fe de la muerte por angina de pecho del licenciado Benito Juárez García, al conocer sus grandezas le hizo un reconocimiento al doctor Luis G. de la Torre, cuando de él dijo: “Delante del doctor de la Torre me quito el sombrero”.

Apoyos para el doctor de la Torre

Cuando el doctor de la Torre enfermó, la gente del pueblo lo animó a que fuera a curarse ya que él les había comunicado que iban a hacer corazones nuevos y aceptó que lo llevaran (ya aventuraba que iban a poner corazones).

Sin embargo, él no tenía dinero para los gastos del viaje, era un hombre pobre, pues le gustaba la minería y siempre soñaba con encontrar una mina rica y todo su dinero lo gastó en ese gusto.

Cuando lo iban a llevar a Nogales, pusieron un cajón en la calle Juárez, a un lado de la puerta de su casa, por supuesto, sin que él se diera cuenta. La gente que lo quería sin límites depositaba el dinero en la caja. Cuando vaciaron el tercer cajoncito, por fin se dio cuenta y dijo que eso él no lo permitía, pero la hija le contestó: “No, papá, es que la gente quiere ayudar para el pasaje y tus gastos porque te van a llevar a Nogales”. No aceptó que siguieran pidiendo.

El fin del doctor de la Torre

El doctor de la Torre fue llevado a Nogales, Arizona, y el día 10 de julio de 1923 fue internado en el hospital de Saínt Joseph. Para el día 17 de julio de ese año se le practicó una operación quirúrgica, de la cual salió con vida, Ya después se le complicó por el mal de Birgh que el doctor padecía. A causa de una neumonía falleció el día 28 de ese mismo mes.

Su cuerpo, una vez preparado, fue trasladado vía ferrocarril a Estación León Fonseca (Verdura) y después, acompañado por sus familiares y autoridades encabezadas por el presidente municipal don Alfonso Montoya Cota, hasta su domicilio de la villa de Sinaloa.

Multitudinario el funeral del Dr. Luis G. de la Torre, en 1923.

El 01 de agosto fue llevado a la Iglesia de San Felipe y Santiago donde el padre Ismael Duarte le ofició la misa de cuerpo presente. Una gran multitud de ricos y pobres lo acompañó, en medio de gran consternación, al panteón municipal donde descansan sus restos para siempre.

De la Torre, hijo de esta ciudad.

El decreto donde se le declara hijo de esta ciudad y se impone su nombre a la avenida doctor Luis G. de la Torre, Decreto numero11, once.

Primero. El H. Ayuntamiento de la municipalidad de Sinaloa, a nombre del pueblo que representa, declara solemnemente hijo de la ciudad de Sinaloa, al eminente facultativo desaparecido don Luis G. de la Torre.

Segundo. Se dispone igualmente que el callejón generalmente conocido en esta ciudad por de la “Tienda Redonda” lleve desde hoy en adelante el nombre honroso de la avenida “Doctor Luis G. de la Torre”; fijándose en su oportunidad las placas respectivas, que se mandarán fijar con todas las solemnidades del caso.

Tercero. Remítase este decreto al Ejecutivo Municipal para su sanción y publicación, surtiendo sus efectos desde el día de su promulgación.

Salón de sesiones del H. Ayuntamiento de Sinaloa a 03 de agosto de mil novecientos veintitrés.

El presidente del H. Ayuntamiento, Alfonso Montoya; secretario, Rosendo Verdugo.

Por tanto, mando se imprima, publique, y circule para su debida observancia.

Sinaloa, Sin., agosto 08 de 1923.

El presidente municipal, Alfonso Montoya; secretario, Rosendo Verdugo.

Su monumento y su tumba.

Al cumplirse dos años de su muerte las autoridades encabezadas por el presidente municipal don Eligio Rojo Solano y sus amigos, construyeron un monumento en su honor, en pleno centro de Sinaloa de Leyva, por la calle Benito Juárez y la avenida que cruza a sus espaldas, lleva su nombre.

Tumba del Dr. Luis G. de la Torre en el panteón municipal de Sinaloa de Leyva.

Mientras que su tumba del panteón municipal quedó en el olvido, porque quien la mandaba limpiar y pintar, en diciembre de 2007 falleció y me refiero a otro grande de la medicina, al doctor Jorge Anaya Gil.

Nota:

Esta biografía del doctor de la Torre queda abierta para seguir aumentando con datos y anécdotas de este gran personaje.


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